Todos los dirigentes europeos, sin excepción, han glosado esta semana los méritos de Nelson Mandela. Muchos han pronunciado frases brillantes y han asistido a los funerales del hombre que venció al odio racial y al apartheid. Pero justo en la Unión Europea, donde la crisis no termina, el paro afecta a 25 millones de personas y hay 80 millones de pobres, la xenofobia y el racismo no dejan de aumentar.
El viaje comienza en Ostrava (República Checa). Aquí, los niños gitanos son enviados a escuelas especiales. Algunos comparten aulas con alumnos discapacitados, otros van a colegios solo para gitanos. Muchos viven en barrios o pueblos separados del resto de la población y sin acceso a los mismos derechos. Un régimen de apartheid. Situaciones similares suceden en Hungría, donde el 90% de los gitanos están en el paro. En Polonia, donde muchos restaurantes no dejan entrar a romaníes. O en Rumanía, Eslovaquia, Eslovenia y Bulgaria.
Miroslav Turek, pedagogo social de la escuela Premysla Pittra, en Ostrava, se parece poco a cualquier profesor europeo medio. Tras 10 años de trabajo en una prisión y otro periodo en una casa de acogida infantil, este maestro se encarga ahora del grupo más problemático de un colegio en el que todos los alumnos son gitanos, a pesar de que el barrio acoge también a otras comunidades. Turek dice tutelar a 14 chicos de entre 13 y 15 años, aunque en la minúscula clase que regenta no se ven más de 7. “En noviembre solo hubo ocho días en que asistieran todos”. Y precisa que trabaja con los padres para minimizar las ausencias.
A simple vista, Premysla Pittra no es una escuela diferente. Un centro más de enseñanza primaria, acogedor por los trabajos infantiles que adornan sus paredes. Pero este especialista debe emplearse a fondo en lecciones ajenas al programa educativo. “Durante tres meses, por ejemplo, me he dedicado a mostrarles la importancia de traer lápices a clase”, expone con admirable serenidad. El profesor no se da por vencido. Coopera con las familias y deja claras las reglas con métodos sencillos: tarjeta verde a la primera infracción, amarilla a la segunda, y a partir de ahí, orden de quedarse en clase después de que suene el timbre.
Premysla Pittra es una escuela segregada: solo acoge a niños gitanos, en gran medida de entornos desfavorecidos que lastran sus resultados escolares. Pero aún existe una opción peor para estas familias con problemas más graves que la educación de sus hijos. Que los críos recalen en escuelas para “discapacidades mentales leves”, como las denomina el sistema. Debido a un perverso círculo vicioso, la mayoría de los que acaban allí son gitanos que no han superado la prueba de aptitud que determina en qué escuela ingresan los niños de seis años.
La mayoría de los checos escolarizan a sus hijos a partir de los tres años, una etapa en la que la educación no es obligatoria. Así que llegan entrenados a ese pequeño examen —con pruebas como contar hasta 10 o pequeños juegos de lógica—. Pero los gitanos suelen enfrentarse a esa evaluación con una mínima fase previa de adaptación a la escuela. Así que muchos suspenden y acaban ingresando en lo que las autoridades denominan eufemísticamente escuelas prácticas. Los datos oficiales aseguran que un 3% de los niños entran cada año en ellas, aunque rehúsan desglosar la proporción de gitanos. “No podemos almacenar los datos por raza. Sería discriminatorio”, alega Martin Stepanek, vicealcalde de Ostrava a cargo de la educación.
La segregación en las escuelas es un problema que afecta a toda Europa del Este. Y emerge como el símbolo de un mal mayor que recorre ya todo el continente: el odio a las minorías, con los gitanos, los árabes, los judíos y los negros como comunidades más perseguidas.
Al otro lado de Europa, en Holanda, Austria, Francia, Bélgica o Reino Unido, el poder político lleva algunos años tratando de convertir a las exiguas minorías gitanas en el chivo expiatorio de la crisis, o de la gestión de la crisis. Silvio Berlusconi abrió el fuego en 2008 censando y expulsando en masa a los gitanos en Italia; Nicolas Sarkozy tomó el relevo en 2010, y hoy el virus ha contagiado a los (supuestos) progresistas.
Así el apartheid económico y racial y el odio al diferente comienzan a ser una seña de identidad en muchos de los 28 países de la UE. El fenómeno inquieta a algunos observadores. Según ha escrito el filósofo francés Christian Salmon, “la política está siendo devorada por la xenofobia inherente al sistema económico neoliberal”.
En Francia y Reino Unido, las pulsiones xenófobas han llegado desde la extrema derecha hasta la cúpula del Estado. El sociólogo galo Eric Fassin explica que las diatribas del ministro del Interior, Manuel Valls, contra los romaníes “legitiman el discurso racista del Frente Nacional y tratan de hacer olvidar a los votantes que el Gobierno socialista hace la misma política económica que Sarkozy”. El Ejecutivo socialista lleva meses derribando chabolas de ciudadanos europeos (gitanos) sin realojar a sus 17.000 ocupantes —la mitad niños—, incumpliendo así la promesa electoral de François Hollande, las normas internacionales y la circular de Interior de agosto de 2012. La idea era tratar con humanidad y firmeza a las poblaciones “precarias”. Solo queda la firmeza.
En paralelo, los racistas han dado un paso al frente y han ocupado las calles, las redes sociales y los medios. La ministra de Justicia, la guyanesa Christiane Taubira, ha sido comparada con un mono por una excandidata del Frente Nacional, por una niña de 12 años en una protesta contra el matrimonio gay y por una revista de extrema derecha. Los ataques de la derecha populista contra la comunidad musulmana son ya tan corrientes que no son noticia. La novedad es que, según una reciente encuesta de la Agencia de Derechos Fundamentales, el 85% de los judíos franceses creen que el antisemitismo es un problema en su país —frente al 66% de la media europea.
El portavoz de la Unión de Estudiantes Judíos de Francia (UEJF), Elie Petit, comenta: “El discurso antisemita se ha legitimado y corre libre por las redes sociales. Es como si el lenguaje de los años treinta volviera a estar de moda. Pero lo más grave es que las ideas xenófobas calan entre los jóvenes. Un 40% de los franceses de entre 18 y 25 años se declaran dispuestos a votar a la extrema derecha en las europeas” de mayo.
En Reino Unido, la cosa parecía ir mejor. Pero hace unos días, el primer ministro, David Cameron, se subió a la ola antigitana con un artículo en Financial Times en el que anunciaba que exigirá a Europa medidas para regular la inmigración, y se refería a los “nómadas” rumanos y búlgaros diciendo que su Gobierno les negará los derechos que concede a otros inmigrantes, como las ayudas sociales para vivienda y desempleo. Eso sí, Cameron recurrió al eufemismo, al escribir que Londres deportará a los “inmigrantes europeos que pidan limosna o duerman al raso”.
En tiempos de odio al diferente, los negros viven situaciones similares a las de los gitanos y los judíos: rechazo inmediato a primera vista e identificación con los clichés que siempre los han acompañado. “Al negro se le tacha de perezoso o irracional. Y el estereotipo no desaparece ni cuando son ricos”, explica Omar Ba, responsable de la Plataforma Africana en Amberes, una próspera ciudad belga que vive su particular recelo hacia las minorías. En este caso, la base no es tanto económica como de identidad nacional: el nacionalismo flamenco endurece los criterios para acceder a ciertas prestaciones con requisitos como el conocimiento de la lengua, el holandés.
Ba alerta de que la extrema derecha se está acercando a la población media, al tiempo que los partidos mayoritarios emulan los discursos radicales. “Con la crisis, los políticos han mostrado su incapacidad. Así que, como no es fácil encontrar culpables, y la ciudadanía está frustrada, juegan la carta del extranjero. Pero hay que tener cuidado. Antes de la II Guerra Mundial había este mismo discurso”, previene este elocuente belga procedente de Senegal, que relata problemas al acceder a algunos servicios que solo se solucionan cuando aparece su esposa, belga de origen.
¿Quizá se inspiran los líderes de las viejas democracias en lo que sucede en el Este de Europa? En el bloque del “capitalismo tardío” residen la mayor parte de los ocho o diez millones de europeos gitanos, y la palabra romaní se declina con tres pes: pobreza, paro y persecución. Allí, manifestar en público el odio a los gitanos —y de forma creciente a los judíos— sale cada vez más rentable.
En Eslovaquia, por ejemplo, un neofascista acaba de ganar unas elecciones regionales con un vasto programa político —como ironizó De Gaulle—: poner a los gitanos a realizar trabajos forzosos. Los comicios de Banska Bystrica han convertido en presidente de esta región, que en 1944 se levantó contra los nazis, a Marian Kotleba, que basó su campaña en dos elementos: denunciar la corrupción y acabar con el “parasitismo gitano” suprimiendo las ayudas sociales a los romaníes y enviándolos a reconstruir las carreteras. Según Peter Pollak, alto representante eslovaco para la cuestión gitana, el 40% de los romaníes del país viven en guetos, frente al 20% de hace una década.
El éxito de Kotleba retrotrae a la Europa de los años oscuros. Fundador en 2003 de un grupúsculo violento llamado Comunidad Eslovaca, Kotleba fue encarcelado varias veces por desfilar por los guetos gitanos con un uniforme igual al de la guardia del sacerdote Andrej Hlinka, la milicia clerical-fascista que lideraría monseñor Josef Tiso entre 1939 y 1945.
En Ostrava, una ciudad media de antiguo esplendor industrial donde los gitanos viven en distritos muy desfavorecidos, el apartheid escolar de los niños gitanos saltó en 2006 porque unas familias llevaron el caso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Este sentenció que el sistema educativo incurría en una discriminación indirecta al orientar a los chicos mayoritariamente hacia esas escuelas de menor nivel. Y obligó al Estado a indemnizar a los demandantes.
Pese al fallo, las cosas han cambiado poco. “Incluso la comunidad gitana tiene la impresión de que es peor ahora porque están más concienciados”, explica Kumar Vishwanathan, responsable de Viviendo Juntos, la ONG que lideró todo el proceso. Esta organización promueve la convivencia de “gitanos y blancos” en varias comunidades de Ostrava, con buenos resultados de integración. Renata Gaziová dirige una de ellas. “Apenas un 3% de los niños gitanos van a buenas escuelas; el resto están segregados”, explica esta romaní, que es tajante a la hora de definir qué aprenden los niños en las escuelas que se apartan del canon: “Nada. Conozco una niña de 15 años que no sabe leer ni escribir su propio nombre”, relata.
Las familias tienen difícil apartarse del destino marcado por el sistema. “Me gustaría darles a mis hijos la libertad de haber sido médicos, por ejemplo, pero ya en la escuela les dicen que no pueden. Así que yo misma le recomiendo a uno de ellos que sea cocinero. ¡Al menos yo puedo enseñarle!”, bromea Iveta Kroscenova, madre de nueve hijos, cinco de ellos matriculados en escuelas segregadas. A su lado, Jolana Smarhovycová, activista para la integración de los gitanos, explica que su hija iba a una escuela normal, pero la pusieron en una clase en la que solo había gitanos. Cuando preguntó la razón, la cambiaron. “Y entonces se convirtió en la única niña gitana de su clase. Al final nos mudamos”, explica. Su sobrino Kristián no tuvo tanta suerte. Terminó con buenas notas en una escuela para niños con dificultades de aprendizaje, pero al salir se dio cuenta de que su preparación no le permitía acceder a la educación secundaria.
Este es el círculo en el que se ven envueltos los gitanos, que suelen recorrer el mismo camino de pobreza y marginación que sus padres. El vicealcalde Stepanek se defiende: “Van a escuelas en las que solo hay gitanos por criterios de proximidad. Y en cuanto a escolarizarlos en centros especiales, son los psicólogos los que lo deciden”.
En Hungría, los gitanos están habituados a oír esas excusas y otras peores. Los datos dibujan una situación de profunda marginación. Según un colectivo de ONG, la tasa de desempleo entre el colectivo supera el 90%, mientras el paro entre la población no gitana es del 11%. Además, un 40% de los 10 millones de húngaros viven bajo el umbral de la pobreza; de ellos, casi un millón son gitanos. Pese a la violencia de esos números, la voz de la minoría romaní es casi inaudible. Aunque algunos empiezan a organizarse.
Estamos en Budapest, la capital de un país donde hace 70 años medio millón de judíos y 100.000 romaníes fueron asesinados por los nazis con la colaboración del régimen fascista del almirante Miklós Horthy. Aquí acaba de nacer el Partido Gitano de Hungría (MCP), que ya presume de tener 5.000 militantes y planea presentarse a las elecciones legislativas y europeas de 2014. Aladár Horváth, su portavoz y presidente de la Asociación para los Derechos de los Gitanos, explica que la situación de los romaníes se ha deteriorado con el Gobierno del populista Viktor Orbán: “La discriminación racial y social está institucionalizada en la Administración y es omnipresente en los medios”. A pesar de su nombre, el Partido Gitano quiere representar “a todos los pobres, porque hoy, a los ojos del poder, todo el que es pobre es gitano”, añade Horváth.
Curiosamente, el ideólogo y vicepresidente del Partido Gitano no es gitano, sino judío: el aguerrido y lúcido militante antifascista Sandor Szoke. Guionista y escritor, Szoke ayuda a los gitanos a repeler los ataques de los paramilitares del partido neonazi Jobbik, la tercera fuerza política del país, que tiene 44 diputados de los 386 totales y se divierte sembrando el pánico en la comunidad romaní y agrediendo, de momento solo verbalmente, a los judíos.
Szoke cuenta que empezó a ayudar a los romaníes a afrontar a los cabezas rapadas hace seis años “porque tenía que haber algún blanco entre ellos para defenderlos”. Mientras come una trucha en el decadente café Astoria de Budapest, reconoce que fundar un partido gitano “no es la mejor idea, pero no hay otra alternativa: no hay una izquierda que les defienda, el consenso en la fobia es absoluto”.
Desde que en 1989 cayó el muro de Berlín, la situación de los gitanos tornó en desastre. “Ellos eran los únicos que vivían mejor que ahora bajo el comunismo. Como en otros países del bloque, la industria estatal sostenida artificialmente se derrumbó dejándoles sin su mayor fuente de trabajo. Muchos romaníes húngaros eran la mano de obra en esas fábricas. En aquel momento la indigencia estaba prohibida y el paro era ilegal. Si pasabas más de tres meses sin trabajar, te denunciaban por ‘parásito y fugitivo del trabajo’. Así que cuando cayó el Muro, los gitanos volvieron a ser vistos como criminales, igual que antes de la II Guerra Mundial. Hoy sigue siendo así”. Hay una segunda razón, añade Szoke. La involución democrática. “Orbán partió de los años ochenta, luego retrocedió a los sesenta y ahora vamos de cabeza hacia la sociedad durmiente, feudal y clientelista de la Hungría de 1918 a 1944, la del nacimiento del fascismo”.
La última reforma impulsada por el Gobierno es la de educación, que ha reducido en dos años, hasta los 14, la edad obligatoria de escolaridad. “La idea es brillante, copiada del comunismo: crear una fuerza de trabajo gitana de bajo coste. Ahora los obligan a vivir en pueblos partidos por la mitad: una parte gitana y otra blanca. En Budapest viven en dos guetos porque nadie les alquila apartamentos y no acceden al mercado laboral. Están como los árabes en Francia en los años setenta, fuera del sistema. Ahora, Orbán les ofrece trabajos por 120 euros al mes. Si los rechazan, les dejan tres años sin ayudas sociales y sin seguridad social”.
La inquietud es también palpable entre los judíos húngaros, la élite social y económica, que reside mayoritariamente en la capital. Todos los entrevistados en Budapest cuentan que tienen amigos y familias judías que han emigrado. Los episodios antisemitas, dicen, suceden cada vez con más asiduidad. “Todavía no nos pegan como a los gitanos, pero los ataques verbales son continuos, y hay gente que se ha ido de Budapest y otros que dudan si hacerlo”, dice Anna Szeslzer, una mujer risueña, laica y nada dramática, que fundó la escuela privada Lauder de Budapest en 1990 y se jubiló hace unos meses de la dirección del colegio. “En dos años hemos perdido 28 alumnos, una clase entera”, explica con una sonrisa amarga, “y paradójicamente ahora tenemos listas de espera, quizá porque los ataques ayudan a despertar la conciencia judía”.
El acoso y la diáspora incipiente —que algunos prefieren atribuir solo a la crisis— se entienden con un suceso reciente. Antes del verano, un destacado dirigente de Jobbik, Márton Gyöngyösi, pidió en el Parlamento que se elaboren listas de los judíos, “sobre todo los que están en el Gobierno y el Parlamento, porque suponen un riesgo para la seguridad del país”, dijo. Ahora, Gyöngyösi declina una invitación de este diario para explicarse. El Gobierno de Orbán condenó sus palabras y aseguró que toma “las más estrictas medidas contra toda forma de racismo y de comportamiento antisemita”. Pero la comunidad judía no tiene eso tan claro, dice desde Nueva York Esther Susán, una joven que ha decidido dejar su país. “Yo me he ido temporalmente, no por el antisemitismo, sino por todo lo que ha pasado en el país en los dos últimos años. No creo que tenga futuro allí, pero no solo por ser judía”. Desde Barcelona, David Stoleru, director del programa The Beit Project, que cuenta el Holocausto por colegios de toda Europa, afirma que “Hungría está emitiendo una luz roja muy intensa”.
Daniel Bodnar, presidente de la Fundación Acción y Protección (FAP), la primera asociación húngara contra el antisemitismo, no parece sentir miedo y entra en el café Astoria sonriente. Cuenta que la FAP detectó “hace año y medio” el malestar de la comunidad judía y lleva ocho meses analizando las razones. “El 99% de los ataques son verbales. Ese acoso es superior a la media europea, pero a cambio no hay ataques físicos. El 90% de los ataques proceden de la política”. “Y el mayor problema es que la justicia no actúa. Yo he denunciado 29 ataques en los últimos seis meses y solo uno ha acabado en proceso. ¿La culpa? De los fiscales y la policía. Desde 1990, en Hungría solo ha habido dos sentencias por antisemitismo”.
En las sinagogas de Budapest se respira un ambiente de tensa serenidad, o de tensión resignada. Un joven rabino de Buda, Tamas Vero, cuenta que “algunas familias del barrio se han ido a Israel, y otras, a Viena y a Berlín”, y que su mujer quiere irse también “por las niñas”, porque en los libros de texto los judíos no existen y “porque dice que estamos otra vez en 1933”. El rabino intenta que su esposa no se preocupe, pero admite que los viernes se concentran jóvenes ante la sinagoga haciendo el saludo nazi: “Le digo que el capitán es el último que abandona el barco, y que no es cierto que Hungría nos odie, ¿qué puedo hacer? Pero ella tiene razón en una cosa: el Estado y Orbán no nos protegen lo suficiente. En todo caso, yo todavía paseo tranquilo por el barrio con mi kipá, aunque a ciertos sitios la llevo debajo de la gorra. Pero su primera diana son los gitanos”.
Al otro lado del Danubio, otro joven rabino, Istvan Horvath, recibe al periodista en la puerta de la Gran Sinagoga de Pest. Cuando entra al despacho, se quita la gorra y aparece la kipá. Horvath está preocupado por “la oscuridad espiritual” que aqueja a los jóvenes europeos y por la “escasa conciencia” de los judíos húngaros. “Mis padres son laicos y lo ignoran casi todo sobre el judaísmo. Como tantos que sobrevivieron al Holocausto, ocultaron su origen durante años. Mi abuela decía: ‘Somos todos iguales’. Quizá porque perdió la fe en Auschwitz. Allí murieron 28 miembros de la familia. Creo que a los nietos nos toca intentar reforzar el significado de esa identidad perdida. Y es un trabajo muy duro. Porque no es verdad que los ataques de Jobbik, que son nazis de corazón, refuercen el sentimiento de pertenencia a la comunidad judía. Al revés”.
Cuando se le pregunta si Europa está volviendo a su pasado más oscuro, el joven rabino responde: “A veces se parece a lo que pasó hace 70 años. Pero no es igual. Hoy tenemos recursos que entonces no teníamos. Aquí hay ocho o diez asociaciones judías, y está la Unión Europea”. Ya, pero a los gitanos les atacan físicamente… “Esa es la gran vergüenza. Nadie hace nada para ayudarles, incluido yo. Por eso, cuando oigo a un judío meterse con ellos, grito y lloro”.
via El País